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El evangelio según Asdrúbal

El evangelio según Asdrúbal

En un altar improvisado, reposaba un libro de tapas negras gastadas y papel tan delgado como las Biblias que reparten los evangelistas. —Nadie lo toque —nos advirtió la bruja que lo resguardaba—. Tiene demasiada energía.

Teflón, Harold y yo nos miramos brevemente, cada uno sosteniendo su propio escepticismo. Éramos distintos, pero esa noche habíamos llegado juntos y buscando lo mismo: jevas.

Siempre me pregunté si alguien de los casi veinte reunidos en torno al altar se tragaba de verdad el cuento de la misa satánica. Según Teflón —poeta Trinitario que fue el primero que conocí en la Escuela—, estaba una gordita gringa de mirada febril que sí, que le susurraba una y otra vez que ella era materia, que podía sentir el poder de la noche recorriéndole las venas. Años después, la vi en cadena nacional, escoltando a Chávez, convertida en una de sus amazonas intelectuales.

Alrededor del altar se amontonaba una fauna insólita, como si de repente Bosquepino fuese el escenario de un sueño del Dr. Moreau: un grupo de profesores de Arquitectura que ahora resultaban ser budistas; los psicomagos que solían merodear con Ednodio; el viejo italiano que atendía la barra en la cafetería Santa Rosa; un par de señoras de edad incierta, que no sabías si eran yoguis o espiritistas; unos hippies mochileros que habían llegado pidiendo cola desde Trujillo; una pareja de astrólogos retirados de Letras; el flaco que vendía horóscopos en la Plaza Las Heroínas; y hasta un violinista del Conservatorio que aseguraba poder invocar a Paganini en noches de luna nueva.

Una romería improbable, reunida por una mezcla de superstición, tedio académico y ganas de portarse mal.

La misa negra de Asdrúbal, que iba vestido con una toga de graduación con una cruz invertida pintada en el pecho, empezó como un remedo absurdo de una ceremonia religiosa: se encendieron velas al revés, se invocaron nombres inventados en un latín, se rociaron perfumes baratos sobre el altar como si fueran incienso, y, a falta de campanas sagradas, un metalero flaco hacía sonar una olla sancochera pintada de negro con spray usando una cuchara de palo.

Entre susurros solemnes y risitas nerviosas, la procesión improvisada rodeó el altar tres veces en dirección contraria a las agujas del reloj. Algunos se persignaban al revés; otros improvisaban letanías sacadas de la letra de Simpatía por el diablo; y uno de los psicomagos de Letras recitaba pasajes de El Kybalión como si fueran versículos prohibidos.

Nadie parecía saber exactamente qué hacía, pero todos seguían adelante, como si eso fuera precisamente lo correcto.

Entonces, Asdrúbal, que de algún modo había terminado completamente desnudo, alzó las manos al cielo y proclamó que la parte más importante de la ceremonia era mancillar la carne y saciar el deseo, porque la lujuria era el mayor pecado capital, la mayor ofensa al falso dios.

Teflón, que hasta ese momento había estado bebiendo junto a la fogata, desapareció con la gringa que decía ser materia. Se fueron entre risas y susurros, tropezando con las raíces de los árboles, mientras ella le aseguraba que las constelaciones se movían diferente en esa parte del bosque.

Me quedé junto al fuego, viendo a los demás emparejarse y deslizarse entre las sombras, hasta que me di cuenta de que llevaba rato sin ver a Harold. No estaba cerca de la fogata, ni del altar, ni entre los que pisando sin cuidado la estrella de cinco puntas dibujada con cal, discutían si el diablo era una metáfora o una manifestación del deseo reprimido

Simplemente había desaparecido.

No sabíamos mucho de él. Tenía esa edad medio indeterminada que, de algún modo, le daba la ventaja de saber cómo era el mundo de verdad. No pertenecía a ningún grupo literario. No militaba en nada.
Si iba a una manifestación, era solo para practicar su bateo —le gustaba decir— con las bombas lacrimógenas, pero jamás llevando una pancarta.

A veces dejaba de ir a clases sin ofrecer razones. Desaparecía durante días, y luego volvía como si nada, con la misma chaqueta de jean, las mismas botas sucias y los mismos Ray-Ban de aviador, aunque lloviera.

Me encogí de hombros y me resigné. Otra noche más sin suerte, solo que ahora era en Bosquepino. Otro intento fallido en mi biografía sentimental, que para ese punto ya tenía más derrotas que el ULA FC. Suspiré, saqué un poco de yerba y un papel para armarme un porro. No tenía ni idea de para qué. No estaba particularmente drogado ni borracho, pero había algo en la noche que me pedía hacer algo con las manos. Fumar. O escribir. Y no tenía con qué escribir.

Mientras le daba forma al papel, alguien se sentó a mi lado.

—Nunca he fumado.

Era una catira de ojos claros y piel lechosa. No era espectacular, pero se veía bien. Había sabido elegir la ropa, que probablemente había comprado esa misma tarde en el Mercado 80, asesorada por alguna amiga que le decía qué le combinaba con qué. Vestía una falda larga de lino crudo, con una blusa de algodón tejida a mano y un chaleco bordado con motivos indígenas, de esos que vendían los hippies. Un look estudiado para parecer espontáneo.

—¿Nunca? —pregunté con un poco de incredulidad.

—Nunca —dijo ella, mordiéndose el labio.

Tuve que contener la risa. No porque fuera virgen en el cannabis, sino porque noté la forma en la que miraba el porro: no con curiosidad, sino con una determinación ensayada. Como si en algún momento hubiese decidido que esa sería la noche en la que haría algo "salvaje" para contar el lunes en la universidad.

Le pasé el tabaco con la mirada de quien otorga un secreto.
Ahí estaba, pensé. Tal vez no todo estaba perdido. Le propuse que nos fuéramos a un lugar más tranquilo que conocía, tratando de sonar seguro, aunque en realidad era la primera vez que pasaba una noche al aire libre en el páramo.

La noche estaba tan estrellada que pudimos caminar sin dificultad hasta un meandro del río. La catira avanzaba con pasos torpes entre la maleza, riéndose bajito cada vez que tropezaba con una raíz invisible.

—Camina más suave —le dije—. Hay muchos Momois por aquí.

—¿Momois? —preguntó, deteniéndose un segundo.

—Sí, los duendes del páramo. Si los tropiezas, aunque sea sin querer, te tiran al río, te abren el vientre con sus garritas y te llenan de piedras para que te hundas sin hacer ruido —inventé sin pudor—. Son muy vengativos.

Ella rió, como si no supiera si estaba jodiendo o si en serio creía en esas cosas. No importaba. Lo que importaba era que me siguió sin más preguntas.

Nos detuvimos en una explanada cubierta de musgo, lo suficientemente apartada para no escuchar las voces que seguían alrededor de la fogata.

Ella se sentó primero, estirando las piernas con cuidado, y sin decir nada, se inclinó y me besó.

Un beso decidido, sin tanteos, sin titubeos, que seguro venía incluido en la misma lista mental de cosas que haría esa noche, escrita antes de salir de su casa o en el mismo momento en que eligió su atuendo en el Mercado 80.

Me recosté sobre ella y sentí su piel de papel cebolla estremecerse. Los besos se hicieron más urgentes, las manos más rápidas, las ropas menos necesarias. Cuando me di cuenta, ya estábamos en el suelo, envueltos en el mismo caos que el resto del bosque, pero sin ninguna estrella de cinco puntas como pretexto.

Tiramos.

Después, la escuché respirar profundamente, como satisfecha. No pasó mucho tiempo antes de que nos quedáramos dormidos.

La noche siguió su curso. El río avanzaba, las estrellas giraban, la brisa cargaba el olor a madera quemada y aguardiente.

Eran casi las cinco de la mañana cuando escuché las sirenas.

Me desperté con la boca seca y el frío metido en los huesos. Verónica, así se llamaba, no estaba a mi lado.

En medio del caos y la estampida, intenté encontrarla. Ella contaría después que me vio: que mientras orinaba contra un árbol, yo la miré a los ojos y salí corriendo con la ropa bajo el brazo.

No sé por qué. Tal vez el instinto. Tal vez el pánico. Cuando corres desnudo en medio del bosque, cualquier cosa parece una mala decisión.

Lo siguiente que recuerdo es la jaula de la patrulla.

Apilados como animales, sin saber a dónde nos llevaban. Teflón estaba. La gringa también. Verónica y Harold no.

De pronto, la jaula ya no parecía aquel sueño del Dr. Moreau, sino una de sus pesadillas: una maqueta de la ciudad agitada, remendada y cosida al azar, hasta que todo quedó mezclado en cualquier parte.

Los trotskistas de Antropología codo a codo con metaleros de Belén. Wiccas murmurando encantaciones junto a evangélicos que pedían perdón a gritos. Niñas bien abrazadas a punketos que no paraban de reírse. El frutero de Medicina mascullando excusas. Un chofer de autobuses con la cabeza entre las piernas. El decano de Educación, tratando de taparse la cara con su saco. Y al fondo, un tipo con un tatuaje de Alf en el hombro, preguntando agitadamente si alguien había visto a un gato llamado Melmac.

A esa altura, ni los tombos parecían saber exactamente por qué nos llevaban ni a dónde.

Teflón me miró y murmuró:

—Nos jodimos, poeta.

Y la cosa pintaba peor.

La patrulla no arrancó de inmediato. Todas se fueron yendo en caravana menos la nuestra.

Nadie decía nada. El único sonido era el del motor a la mínima velocidad, apenas encendido, y las sirenas apagándose en la distancia. A cada segundo, el miedo crecía en proporción inversa al ruido. Se sentía como el instante justo antes de que revienten un cañonazo, ese vacío de tiempo donde uno espera el estruendo.

Alguien carraspeó. Otro intentó moverse, pero el espacio no daba ni para poner un pie frente al otro.

—¿Qué pasa? —susurró alguien al fondo.

Nadie respondió.

La jaula rodó unos metros y se detuvo de nuevo. Un silencio grueso, aceitoso, nos envolvió. Afuera, pasos.

Lejos, las sirenas ya eran un eco.

La gordita gringa con la que Teflón se había perdido antes empezó a murmurar algo. Al principio creí que rezaba, pero no.

—Esto no está pasando —dijo—. No es real. Somos el mal viaje de alguien.

—¿Qué? —preguntó Teflón, pero ella no le respondió.

Se giró como pudo dentro de la jaula y miró al grupo con ojos encendidos.

—Tenemos que encontrar quién está teniendo el mal viaje y ayudarlo a volver.

—O a despertarse —susurró un Hare Krishna, convencido.

Un coro de voces se alzó en la patrulla. Todos hablaban a la vez, tratando de decidir quién de nosotros no era real.

Fue entonces cuando el chofer de autobuses de la ULA, que hasta ahora había estado callado, carraspeó y dijo:

—Una vez, hace años, se perdió un grupo de estudiantes en la montaña.

El silencio regresó a la patrulla como una puerta que se cierra de golpe.

—¿Y? —preguntó alguien.

El chofer tragó saliva.

—Solo encontraron a uno.

—El carajo bajó con los pies rotos, en shorts, balbuceando algo sobre unos amigos que nunca aparecieron. Decía que estaban con él, que los había escuchado toda la noche.

—¿Y luego?

El chofer miró a su alrededor, como si ya se estuviera arrepintiendo de haber hablado.

—Luego... luego lo encontraron colgado en su casa, una semana después.

Nadie dijo nada.

El frutero se persignó.

El del tatuaje de Alf masculló algo sobre que si él estaba en el mal viaje de otro, al menos esperaba que fuera de alguien que supiera cómo comunicarse con los gatos.

Teflón me miró.

—Poeta —susurró—, si esto es un mal viaje, hay que averiguar de quién. Y rápido.

Algo sonó contra la lata de la patrulla. Sonó seco, era el golpe de un fal.

Entonces la patrulla arrancó, esta vez sin detenerse.

El traqueteo monótono del camión modificado donde íbamos y las curvas bajando de la culata nos fueron meciendo, adormeciéndonos casi por inercia. Pero la calma me duró poco. Me incliné hacia Teflón y susurré:

—Hace rato que deberíamos haber llegado a la comisaría de Glorias Patrias.

No respondió. Solo me miró y frunció el ceño, como si ya hubiera llegado a la misma conclusión. Algo no cuadraba.

Pensé que nos llevaban a Ejido y por eso la demora.

Nos iban a meter la Ley de Vagos y Maleantes o la recluta. Con la primera, terminabas encerrado en una celda con todos los gastos pagos por una noche en la sede de la policía. Con la segunda, como le pasó a Ramplú —mi mejor amigo del liceo—, desaparecías un par de años y regresabas flaco, con la cabeza rapada, la mirada perdida y los zapatos increíblemente limpios.

Pero seguíamos rodando.

Pasamos Ejido. Seguimos bajando.

Al principio, todavía había quien se reía nerviosamente, intentando aferrarse a la idea de que esto era parte de la experiencia. Un tropiezo más en la noche, una historia exagerada que contar después con un trago en la mano. Pero a medida que avanzábamos, el ánimo se fue apagando.

Los efectos del alcohol, de las drogas, de los hongos, iban cediendo. Y con ellos, aparecía una realidad cada vez más nítida, más cruel que el peor de los delirios. Porque lo peor de la alucinación no es lo imposible: es lo que se vuelve cierto.

Lo que quedó fue la certeza de que nos estaban secuestrando.

La patrulla no daba vueltas por la ciudad. No había intentos de negociación, ni de sobornos, ni preguntas, ni golpes. Solo el motor, el camino, y la montaña devorándonos.

Nadie hablaba.

El frutero comenzó a llorar. Lo siguió el decano de Educación y luego el resto.

Teflón me miró.

—Poeta —dijo, casi sin voz—, nos van a desaparecer.

Y entonces, de golpe, la patrulla se detuvo.

Un frenazo seco.

Un silencio más pesado que el metal que nos apresaba.

Luego, la voz por el megáfono:

—Todos abajo.

Se abrió la compuerta trasera y el aire helado de la madrugada nos golpeó de frente.

Dudamos. Nadie se movió al principio. Algo no cuadraba. No eran procedimientos, no había órdenes gritadas ni empujones. Solo la instrucción seca y una patrulla apagada en mitad de la nada.

Fuimos bajando, uno a uno, hasta que quedamos todos afuera, parados frente a la parada del Anís, donde no pasaba ni un alma a esa hora. Algunos miraban a los lados, buscando en la oscuridad alguna emboscada. Otros no se atrevían ni a respirar.

La patrulla seguía encendida.

Por un momento, creímos que no nos dejarían allí, como en efecto quedamos, abandonados en la carretera como una broma cruel.

Nadie sabía si correr, si esperar, si rezar.

Entonces, el tipo al volante volteó apenas, con el cigarro colgando de la boca.

Harold.

Nos miró como si nunca nos hubiera visto.

—Pidan cola pa' subir —dijo— y sin esperar respuesta, metió primera y arrancó.

Lo vimos perderse en la panamericana con los faros tragados por la neblina. Nadie supo qué pasó con la patrulla después. Si la dejó botada en algún pueblo, si la devolvió, si la quemó en una trocha. Hay quienes dicen que la han visto en el páramo, convertida en el puesto de "Fresita", donde los turistas paran a comprar fresas con crema sin saber que están pagando sobre el chasis de un camión de la policía.

Nunca se lo preguntamos. Nunca lo explicó.

Y eso, quizás, fue lo mejor.

***
Esta historia ocurrió en junio de 1990: lo recuerdo con exactitud porque la televisión se inundaba de predicciones apocalípticas. Hablaban de Hercólubus —el gran cometa que nos estrellaría contra el olvido—, de la inminente llegada del Anticristo según la última profecía de Nostradamus, y de nuevas señales ocultas en la Pirámide de Giza, decodificadas por un científico argentino en un especial de medianoche de A puerta cerrada. Hasta los testigos de Jehová venían más seguido a tocar el timbre por aquellos días.
Pero también lo recuerdo porque fue la época en que a todos nos dio la fiebre de Maldoror y a rimar en ristrettos.

Serie: Mérida, ciudad Perdida (1990–1993)

Relatos apócrifos sobre una ciudad que ya no existe, o que tal vez nunca existió. Crónicas ficticias que orbitan sobre las montañas de una Mérida desdibujada por la memoria, el deseo y la literatura.