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“Apareciera yo” o cartografía para extraviarse

“Apareciera yo” o cartografía para extraviarse

Esto me lo dijo Nataly, que a su vez se lo había dicho Horacio, mucho tiempo después de que yo ya me hubiera ido: Mérida es una ciudad tan rara que la gente tenía que saber un poco de filosofía para poder ligar.

Yo llegué a Mérida pensando que había venido a estudiar Letras. Pero la verdad es que había venido a perderme. Al principio, a perderme entre calles que se enroscaban como raíces viejas, entre ocho avenidas que parecían siempre la misma, entre una amabilidad tan dulce que terminaba empalagando. Pero después, ya sin mapa ni pretexto, me fui perdiendo en la universidad, en la ciudad fantástica que habitaba en ella y que creí real hasta el final, a extraviarme en los senos de Manuela —sí, se llamaba Manuela, pero todos le decían Nela—, que eran suaves y crueles como una promesa incumplida. A perderme en sueños donde publicaba en revistas que no existían, y en derrotas tan íntimas que ni yo me atrevía a nombrarlas. A buscar el verso perfecto en el fondo de una botella de anís y a escribirle cartas a gente que nunca me contestó. Hasta que, en algún punto, dejé de buscar salidas y empecé a desear —como decía mi papá que decía un tío suyo, que una vez se perdió cazando lapas en el llano—: apareciera yo. Y entonces comprendí que, para aparecer, tenía que irme. Y me fui.

Durante mi primera semana, mi mapa de la ciudad se fue haciendo de leyendas callejeras y errores. No habría clases por unas tres semanas más, sólo trámites dispersos, colas sin sentido y una comida segura en el comedor de Los Chorros, que olía a lavansan y ajo, y donde uno aprendía rápido a sentarse junto a los de Medicina: hablaban poco y siempre dejaban el pan.

Me perdí todos los días. Pero nunca por accidente. Me perdía con método, con dedicación, con la intuición torpe del que cree que en cada acto está viviendo por y para que alguien escriba su biografía.

Llegué de Caracas con el nombre de tres bares anotados en mi libreta —Alfredos, El Nido del Águila y Las Cibeles—, los números telefónicos de dos poetas vivos, y la encomienda de Miyó Vestrini de llevarle flores a la tumba de una amante que supuestamente se había envenenado —suicidio— leyendo a Artaud en voz alta, encerrada en una cabina telefónica. Quería comprobar si algo de eso era cierto. También quería salir en un poema ajeno, aunque fuera como “el caraqueño flaco que preguntaba por Oliverio Girondo”.

Mi pensión quedaba al lado de la venta de pocicles de la Plaza Milla, en una casona colonial que todavía olía a pólvora mal lavada. Era de una señora húngara —o eso decía ella— que tenía un ojo de vidrio y dos jaulas de periquitos. Las habitaciones eran estrechas y de techos tan bajos, como si hubieran sido diseñadas para un tipo de estudiante ya extinto, que aún escribía cartas a mano. En mi cuarto había un crucifijo torcido, una cama de alambre y una extensión con enchufe que solo funcionaba si uno le hablaba bonito.

Las duchas eran comunes. El agua, opcional. La privacidad, un concepto burgués. Yo compartía la pieza con un estudiante de Antropología que dormía en hamaca, y un flaco de Ingeniería Forestal que decía tener más variedades de hongos en sus frascos que los que vivían en las paredes del baño.

En la pensión también vivían personajes que parecían salidos de un bestiario medieval. Tenía compañeros de piso con nombres como Mandrágora, Caravaggio y uno que juraba ser hijo ilegítimo de Uslar Pietri. El baño no tenía cerradura, pero sí un póster plastificado de Bukowski, que me miraba mientras me cepillaba los dientes.

Todos bajábamos, a distintas horas, a la misma plaza: Las Heroínas. Ahí estaban los manteros que vendían libros pirateados, las hippies de aretes gigantes, los metaleros cuyas bandas podían llamarse Kierkegaard o Dio ha muerto —en honor al cantante de Black Sabbath, a la frase de Nietzsche—, los Hare Krishnas con sus mantras, y los punks que recitaban a Cioran con acento andino.

Uno de los manteros armaba novelas como quien arma mixtapes: fotocopiaba capítulos, los engrapaba a mano y les hacía carátulas con marcadores de colores. Le compré Rayuela, pero estaba mezclada con El túnel. Lo peor es que funcionaba. Oliveira parecía más cuerdo. Castel más extraviado.

Y estaba la jeva del parche en el ojo de la escuela de idiomas que recitaba a Rimbaud en un francés frenético. Hermosa, pero con demasiadas historias diferentes de cómo había quedado tuerta.

Una mañana que no tenía nada que hacer, conocí al Conde Azul —el poeta de la fuente—, que poco tenía que ver con Manuel de la Fuente, el escultor. Iba siempre a la misma hora con un short, el pecho al aire y un sombrero alado. Se bañaba, sin pudor, entre la escultura de las heroínas de la libertad. No solo eso: allí mismo tomaba clases de natación con un tipo que afirmaba haber sido instructor del ejército. Era su rutina. A las ocho, zambullida y poesía. A las doce, soliloquio sobre el vacío. A la una, ensayo de apnea existencial.

Me acerqué una vez. Me miró como si yo también fuera un animal escapado.

—¿Eres de Caracas?

Asentí.

—Eso se quita, si te enfermas lo suficiente.

Después me habló de Mallarmé. O de Mahler. No recuerdo. El acento y el olor a cloro, que me alborotó la alergia, me nublaron el oído.

Otro día me topé con Elver. Un metalero flaco, de botas vaqueras y crucifijo invertido, que juraba que leer El espejo enterrado en el cementerio atraía la energía de los difuntos. Se sentaba sobre las lápidas con su copia manoseada y vendía las cadenas que la gente dejaba en las tumbas. “Esto no es robar”, decía. “Es el pago por leerles.”

Lo peor es que le creías.

Así, cada día agregaba un lugar al mapa: el Café La Bóveda, donde una vez escuché discutir a un anarquista con un cura que iba todos los días a hacer bicicleta estacionaria; la librería cerrada que abría solo si tocabas tres veces el vidrio con un fuerte; la loma donde subían los teatreros a invocar a César Rengifo; el mirador donde un tipo cobraba siete bolívares para hacer “turismo astral”, pasaje de ida y vuelta incluido.

Cada noche volvía a la pensión con los converse mojados, olor a empanada en la ropa y una línea nueva para un poema que jamás iba a terminar.

Y entonces, una noche, lo vi. O él me vio a mí. En ese orden.

Fue en la Plaza de Milla. Yo me había quedado más rato del debido leyendo Inventario II de Benedetti en un banco sin respaldo alumbrado por un farol. La neblina bajaba con la cadencia de un solo de Robert Fripp. Un tipo se acercó y me pidió un cigarro.

—¿Eres nuevo? —me preguntó sin mirarme.

Asentí y le dije que no me quedaban cigarrillos.

—Vas a necesitar unas botas de cuero —dijo— y un libro menos cursi, si no quieres que te caigan a coñazos. —Se sentó a mi lado—. Benedetti, y en público... —lo dijo como si fuera un diagnóstico—.

No supe qué responder. Me encogí de hombros.

—Aquí, si te pillan leyendo a Benedetti, según quién te pille, coñaza segura —añadió, pausando para que lo procesara.
—¿Pero quién me va a caer a coñazos? —pregunté, intentando sonar decidido mientras miraba a mi alrededor.

Teflón sonrió, mostrando los dientes de un animal que creía conocer la selva. La conocía más que yo, sí. Pero no tanto como él pensaba.

—El que menos te lo esperes, pana. Uno de esos hare krishnas, por ejemplo. O la vieja que lee el tarot. Yo que tú lo guardo.

Me miró con un gesto casi compasivo.

—Mira, aquí hay que tener cuidado en dónde se lee —dijo, señalando alrededor con un movimiento vago de la cabeza—. Leer es un acto performático. Eso todo el mundo lo sabe. No es para cultivarte. Es para ser visto.
—¿Y eso es malo?
—No, si sabes hacerlo. Pero leer en la calle es como venir a confesar tus crímenes a la prefectura. Y peor todavía si lo que cargas es a Benedetti.
—¿Qué tiene Benedetti?
—Benedetti es... —se rascó la cabeza, buscando la palabra—. Aquí en Mérida, si te ven leyendo eso, automáticamente se correrá la voz de que eres un fucking wanna be.

Se quedó mirándome un segundo más de la cuenta. Entonces, de golpe, me agarró el brazo con fuerza.

—Porque no lo eres, ¿verdad? —dijo, acercándose tanto que adiviné la marca de cigarro que fumaba: Astor rojo.

Lo dijo en tono serio. No de broma.

—Igual, no andes con esa mariconada en la mano —añadió.
Yo me reí, pensando que exageraba.
—Te lo digo en serio —dijo—. Aquí hay códigos. Hay escritores que están malditos, pero no malditos cool, ¿sabes? No badass. Malditos tipo proscritos.

Me acerqué un poco, curioso.

—¿Y ha pasado?
—Claro que ha pasado —se inclinó hacia mí, casi susurrando—. Una vez a un carajo en la Plaza Bolívar le partieron la boca por declamar a Luis Alberto Crespo. Luis Alberto Crespo, bro. Y el que lo reventó fue un rastafari que vende collares de pucca en la calle, todo killer mode, con su franela de Bob Marley vuelta mierda. Real story.

Me quedé callado.

Después supe que al pana le decían Teflón. Y que era poeta, o ladrón, o ex monaguillo. O todo junto. Lo único realmente cierto de su biografía es que era trinitario.

Al día siguiente volví al mismo banco, pero esta vez con Rayuela. El falso. El mixtape de fotocopias que aún conservo en uno de los peldaños más importantes de mi biblioteca. No dije nada. Solo me senté y esperé. A que apareciera él. O a que apareciera yo.

Serie: Mérida, ciudad Perdida (1990–1993)

Relatos apócrifos sobre una ciudad que ya no existe, o que tal vez nunca existió. Crónicas ficticias que orbitan sobre las montañas de una Mérida desdibujada por la memoria, el deseo y la literatura.