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Mishalba

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- Vanessa Sosa
Decían que antes fue juez. Que impartía sentencias en la corte de un mundo que ya no existe. Pero ahora, Mishalba cocina. Y lo hace con la misma determinación con la que antes dictaba justicia: mide el sabor como quien sopesa el alma.
Su restaurante, Arúnpo Manpoura, no tiene cartel ni dirección precisa. Algunos aseguran que flota. Aparece solo para quienes lo necesitan.
Allí casi no se habla. Las palabras sobran. El aroma basta: ajo y berenjena sanan la rabia; chocolate amargo revela secretos; papas con canela y limón alivian penas sin nombre. Algunos lloran al primer bocado sin comprender por qué.
Mishalba lleva una brújula atada a la muñeca. No señala el norte: apunta al plato justo. No sigue recetas, sino revelaciones. Una intuición antigua guía qué servir y a quién. A veces llegan criaturas extrañas: personas con alas bajo el abrigo, otras con peces en la lengua. Mishalba no juzga. Sirve. Y eso basta.
Nadie sabe cómo vivía antes del restaurante. Solo circulan rumores: vestía túnicas negras y usaba una voz firme ante la verdad o la muerte. Escuchaba confesiones que harían enmudecer a un dios. Dictaba veredictos con un gesto mínimo, mientras las estrellas se reordenaban. Un día, sin previo aviso, abandonó la corte del universo. Dejó una nota escrita con tinta de henna: "La justicia sin ternura es solo castigo."
Nadie conoce su origen. Algunos dicen que nació en el cráter de un volcán dormido. Otros, que proviene de la unión entre un dios menor y una mujer despechada. Tiene manos con grietas de corteza y ojos que cambian de color según la hora. De día, violeta. De noche, naranja quemado.
El agua del restaurante sale de un pozo invisible, custodiado por ratones sagrados. La sal proviene, según algunos, de lágrimas de recién nacidos. Pero nada de eso importa. Lo cierto es que quien cruza esas puertas ya no es la misma persona al salir. Algo se transforma: una rabia se disipa, un miedo pierde fuerza, un nombre olvidado regresa a la lengua.
Doña Mesaun'thaqar es su única socia. Crea postres imposibles: pastel de oro con higos, tortas de mandarina con caramelo azul. Cada rebanada deja una huella. Algunas reviven el primer beso; otras borran el último insulto. Mesaun'thaqar renace miles de veces al día con cada capa nueva de brillantina.
Son personas antiguas, sabias e imperfectas. Desde esa imperfección, provocan milagros.
—Aquí no se come para llenar el estómago —dice Mishalba—. Se come para aligerar el alma.
Nunca cobran lo mismo. Algunos pagan con monedas, otros con promesas. Una vez, alguien dejó un poema sobre una hoja de col escrito en wayúu.
Cuando el restaurante desaparece, no deja humo ni cenizas. Solo queda una servilleta sobre la mesa, con un mensaje escrito en salsa de remolacha:
"La justicia también sabe a miel si se sirve con el fuego exacto."
Desde entonces, cuando alguien pregunta por Mishalba, el viento huele a cardamomo. Y hay quien asegura haber visto una brújula temblar sobre un mostrador vacío.